viernes, 15 de junio de 2012

DÍA INTERNACIONAL CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO

Concurso de Relatos de Mujeres 2010 

Cuando los niños crezcan

El pasillo era tan largo… Las tablillas del parquet casi me mareaban con su sinfín de dibujos caprichosos. Y el brillo que destilaba la luz contra el barniz me cegaba. Sólo podía mirar hacia adelante. No había puertas laterales.
 Mis nenes corrían muy lejos, delante de mí. Y yo, joven e inmadura, madraza y enamorada, tan enamorada, no hacían más que andar por la angostura para alcanzar y proteger a mis niños.

Pero me cansaba, y no se veía la salida por ninguna parte. Cada día la misma imagen me invadía.

 ¿Estaba dormida, o sólo era un pensamiento obsesivo y atroz el que se me aparecía en el duermevela que anteponía a mi sueño?, el sueño que llegaba por agotamiento de buscar dentro de mi mente una efugio, circunvolución tras circunvolución.
Entretanto pedía y deseaba que se hubiera dormido, que no quisiera rozarme pidiendo aquel sexo absurdo, monótono, onanista, que me hacía daño de puro no quererlo. Aquel sexo cutre, invadido de silencio.
Indefectiblemente se arrimaba, y yo le amaba, pero ya no, ya no podía.
Las lágrimas me habían secado el útero.

Mi cabeza me decía que tenía que salir del túnel de parquet, pero mi corazón decía: _Cuando los niños crezcan…...quizá, cuando los niños crezcan.

Hace tanto ya, que no recuerdo cuando lo empecé a notar. Pero llevábamos juntos poco tiempo.
Era aquella época en que la primera convivencia te exalta el alma, te hace proyectar mil veces al día cuál será el próximo toque de sutileza que le dará brío a la relación que acabas de emprender junto al ser amado, cómo lo habías soñado.
Ese tiempo hermoso en el que compras flores para esa antigualla rinconera que crees que da un regustillo de hogar cuidado que puede arrancarle una sonrisa, una mirada cómplice, un gesto de satisfacción. El tempo en que la llegada de la noche, no te pesa en las piernas cansadas de todo el día, porque el sólo hecho de yacer junto a su piel te desvela y te relaja a la vez. Cuando el amor aún tamiza cualquier carencia.
Ya entonces había empezado a mutar.
 No, no.
A mostrarse.

Nunca me pegó, pero me aporreó el corazón y las entrañas durante más de quince años.
Y yo lo amaba, le ayudé a esculpirse  para que fuera un hombre de éxito, con toda la dulzura de la que mis manos fueron capaces, le serví de guía, de muleta, le enseñé a conocer una vida llena de valores, de colores y de sabores. Hoy creo que sólo se lo mostré, pero nunca conseguí que lo interiorizara.
Le presté mis ideas, sin que lo advirtiera, lo cuidé en la enfermedad tal y como lo había prometido, le cociné los manjares más sutiles a la luz de las velas, le entregué mi juventud, mi inteligencia, mi sensibilidad…Mi autoestima.
Llevé en mi vientre a nuestros tres hijos.
Quise enseñarle a disfrutar del arte, de un buen vino, de un buen libro…Deseé que imagináramos juntos la mejor forma de educar a nuestros hijos, que compartiéramos el sacrificio personal y de pareja que el cuidado de tres cositas tan pequeñas significa.
Y aún se me clava su mirada, la que me depreciaba, la que me denostaba, la que me hacía temer decir que no.
Os lo he dicho, ¿verdad? .Nunca me pegó.

Las tablillas del parquet, seguían atrapando mi atención, irremediablemente, y yo seguía andando detrás de mis enanos dulces y tiernos como pastelitos recién horneados de esos que te abochornan el paladar de puro placer, sacando brillo con mi andar al suelo, haciendo que el parquet brillara aún más para cuando él pasara. Porque él pasaba por el mismo pasillo por el que nosotros caminábamos incesantes.
Y entre los niños y él estaba yo.

No puedo dejar de verle, aún, no puedo, mi cabeza trae a mi  lengua, el sabor de su mirada que era amarga como la hiel, que traslucía asco, indiferencia , malquerencia; y también el agrio sabor de sus fluidos, los mismos que algún día supieron a albaricoque maduro, porque el amor todo lo transforma .El desamor también.
Y en mi absurdo pasillo, yo quería entender, necesitaba encontrar un motivo, una respuesta para tanta ira proyectada contra mí como un aguijón certero y venenoso que te paraliza poco a poco, sin que siquiera repares en cómo te invade la ponzoña. La falta de racionalidad de su conducta me enloquecía.
Fue todo lo que quiso ser, sólo que yo no cabía en el lienzo de su éxito .No me quería en su paisaje, pero para seguir siendo quien era, me necesitaba. Y yo seguía pasillo adelante.
_ ¡Mira! ¡Toca!. ¡Se está moviendo!
_ Eso es que tienes gases. Buenas noches.
_Qué te pasa, porqué no me diriges la palabra.
_Tómate una pastilla, estás paranoica.
_ ¿Quieres que me marche?
_Haz lo que quieras, pero a la niña no te la llevas.
_Te importa si voy a una despedida de soltera de una conocida que me ha invitado. Nunca he ido a una, casi no tengo amigas.
_Si sales por esa puerta, cuando vuelvas vas a tener la cerradura cambiada.
¿Os he dicho que nunca me pegó?
La noche de la despedida de soltera, me penetró brutalmente. Sí.
Los críos eran aún pequeños, y ya teníamos un coche con seis marchas, y un chalet de esquina, de esos que hacen que la gente que pasa piense que allí vive algún rico, y además que lo envidien.
El chalet nos ayudó, de eso estoy convencida.
Cuando descargaba su furia incontrolada contra mí y los niños, mis pequeños y yo, corríamos a sembrar bulbos y la distancia física nos daba el aire que necesitábamos para seguir respirando, de la misma manera que los tulipanes ansían el espacio para germinar. En las noches de verano, cuando nuestra presencia le molestaba, nos tirábamos en el jardín a contar estrellas, hasta que el rocío nos obligaba a entrar en nuestra jaula de oro; reblandecidos, húmedos. Despacito, sin hacer ruido para que los cuatrocientos metros de soledad no levantaran el eco de su indecencia.
Cuando ya dormían todos, yo volvía a rezar para que no se me acercase. Pero lo hacía, una y otra vez. El se dormía y yo lloraba por no encontrar la puerta.

Aquél último invierno, estábamos decididos a ejercer de familia feliz, tácitamente ni él que me aborrecía, ni yo que aún le quería, teníamos agallas para enfrentar la sencillez de lo humano. Habíamos errado y no sabíamos cómo dar marcha atrás.
Por fin, preparamos nuestro primer viaje a la nieve.
Yo rondaba la edad de Cristo, y nunca me había subido a unos esquís.
Y allí fuimos, y con mi sobrepeso feroz, de tanta gula compulsiva acumulada, me enfundé en un traje y lo intenté.También lo conseguí.
Por exigencias del guión, él era más torpe que yo sobre la nieve, nos ubicaron en grupos diferentes, y de repente, sin quererlo, sin saberlo, el parquet se transformó en algo blanco, suave, puro, maravilloso, sin dibujos, sin límites.
No había puertas por donde salir.¡ Porque todo estaba abierto!.  Porque los golpes no hacían daño,porque era capaz de levantarme sola, y él no estaba, porque lo hacía bien a pesar de mi edad para ser una novata, porque el aire me helaba la cara como
una caricia diáfana, porque el corazón me latía rapidito y desacompasado, porque me estaba dando cuenta que podía pararme a esperarle o que podía montarme en las tablas con mis niños y lanzarnos a toda velocidad hasta que no nos pudiera hacer daño.
Que otra vida era posible. Aquel día no pude pensar en nada más que en volver pronto para aprender a frenar ,a controlar la velocidad ,tenía que conseguirlo y se lo debía enseñar a mis hijos. La velocidad para escapar y el control para saber utilizarla. No fui capaz de pensar nada más. No me paré a analizar la vida real. Sólo sentí en lo más profundo de mí ser, que aquello era la libertad, y no pensaba desaprovecharla.
Esa noche, me metí en la cama con una sonrisa celestial, llena de gozo, y me negué en rotundo a dejarle entrar en mí. Simplemente dije no, con una sensación nueva y fresca...

En cuanto regresamos a casa, me encargué de reservar el siguiente viaje. Todos estábamos locos de alegría, pero cada quien por motivos bien diferentes.
Los míos, eran los primeros pensamientos que me permitía tener en este sentido. Me miraba concienzudamente al espejo por miedo a que se me notara. Y me reía a escondidas de mi propia imbecilidad.
El segundo viaje llegó pronto, y mis ansias de aprender me jugaron una mala pasada. Tuve un serio accidente que me retiró del esquí por muchos meses. Pero ya estaba subida en la pendiente y nada me haría retroceder. Mi lesión --para ser más exactos--, mi autoestima, me obligaron a intentar perder el sobrepeso que tenía. Volví a practicar  deporte a diario, cosa que no hacía desde que nos casamos.
Su ira iba in crescendo. Una alarma se había disparado en su interior. Si hasta entonces me aborrecía y me humillaba, comenzó a temer que yo tuviera un lío. Y claro que lo tenía, él llevaba demasiado tiempo siendo mi lío.
Comencé a revelarme contra sus ataques, y una mañana, inesperadamente, tras uno de sus agónicas embestidas, simplemente no lloré.
En ese momento comprendí que la respuesta que buscaba al porque de su actitud, nunca sería racional, sólo perversa. Por eso no veía el final del pasillo. Porque no lo había. Tras mis accesos de llanto y pena, él siempre concluía con una exasperante serenidad. Mi dolor le calmaba.

Aquella mañana no alcanzó su cénit. Mi angustia le hacía feliz. Y tardé quince largos años en comprender, que no me quería. Tenía que aceptarlo, y ante eso sólo me quedaba un camino. El gran camino blanco.
Mientras mi mente se ordenaba, mi autoestima reaparecía dando unos brotes absolutamente tiernos, bellos y exultantes, mi cuerpo también se transformaba. Era puritita endorfina en el estado más incorruptible. La imagen del pasillo se deformaba, se desdibujaba por momentos. Y así, pasaron los meses, hasta que llegó el verano. Unas vacaciones ciertamente peculiares las de 2002.Unas vacaciones con el alma saliéndoseme del pecho, dejando huella en la arena de tan fuerte que pisaba, quitándome el miedo a golpe de olas, cogiendo fuerza a base de amor materno filial.
Eso sí, sin pensar ni cómo, ni cuándo. Sin premeditación, sencillamente dejando que mi interior se expresara cada vez más alto y más claro.

En una noche muy bella y muy lunática por cierto, él consiguió una canguro y me invitó a cenar. Aquello otra vez me sonaba a alarma, suya, claro está. No solía dispensarme tantas atenciones desde hacía muchísimos trienios.
Y en aquel puerto sereno, iluminado, con mil barcas por testigo, le dije:
_Tengo que decirte algo que nunca te he dicho; y él sonrío como esperando escuchar, que su nueva, estupenda, delgada y socialmente aceptable esposa, le dijera una vez más lo que quería oir, y sólo fui capaz de escupir quince años de abandono, de dejadez, de humillación, de sin sabor, de desagradecimiento, de control, de falsedad, de dolor.
No lo planeé. Simplemente surgió. Y aquella noche fue el principio del fin. Sólo pudo decirme:_cuánto lamento que ahora que te veo tan feliz yo me sienta tan desgraciado. Y aquélla frase también fue el principio del fin.
Dos meses más tarde, tras sufrir el embate de su desesperación por el desenlace que veía acercarse, contundente, sin llanto, con decisión y firmeza, me marché con mis niños, dos trapos, y el dolor del fracaso quemándome muy dentro. Mi impulso tuvo mucho de filogenético, ahora o me muero a su lado. Ahora o me va a matar de tanta pena, de tanta inquina .Tenía que dejarle, tenía que ser capaz de separarme de él, de alejarme por mi propio pie del látigo de sus palabras, del cuchillo de sus ojos, de su obscena y retorcida mente. Me lo debía a mí misma, era yo la que había cerrado los grilletes y me había tragado la llave. Sólo yo podía vomitarla. Mi propia imagen interior me resultaba impúdica. Lo había permitido, lo había tolerado, le había encubierto, le había ensalzado. Era la víctima anónima de su ignominia, porque le había protegido ante los demás de su propia personalidad.
 Respiré profundo, cogí mis tablas y a mis hijos, y comencé a deslizarme por mi túnel particular .Las paredes se derretían, se derrumbaban y el sol entraba por los resquicios despejados devolviéndonos la existencia. Ya no había tablillas. Los niños iban por delante, ahora sus figuras más altas y robustas . Me protegían del resplandor. Avanzábamos deprisa, sin titubear, hacia un blanco glacial, lleno de expectativas.

Lejos quedaba él, en el lujoso hogar residencial, con su fracaso, sus frustraciones, sus complejos, y toda su energía para que pudiera hacer daño a quien quisiese, pero no a nosotros. Ya no más. Deseándole que alguna vez encontrara a una mujer fuerte, trabajadora, luchadora, pero ante todo que le amara al menos la mitad de lo que yo lo había hecho.
Estos últimos ocho años, sin pasillo que recorrer, han sido duros. Supe siempre que no lo aceptaría, que viviría para seguir intentando dañarme.
Lo ha intentado, y más de una vez lo ha conseguido.
Amenazas, acoso, chantaje emocional, ahogos económicos, en definitiva, más de lo mismo. Pero desde la primera noche que pasé separada de él, nunca sentí frío en los pies, nunca tuve nostalgia de unas caricias que no tenía, nunca le he llorado, ya lo había llorado todo durante nuestra convivencia. Cada mañana, miro hacia un lado de la cama y sonrío al no verle. Mi actual casa, no tiene pasillos, mi habitación es una buhardilla diáfana, la cama mira al este, mi hogar es el de mis hijos y el de sus amigos. Y así vivimos, intentando dejar atrás los rescoldos que deja una relación tan desigual, tan dañina.
 Nuestros vástagos se han convertido en jóvenes estandartes de la igualdad, del respeto, de la dignidad de género. Han conocido el amor desde la antítesis, desde lo que no quieren para sí.
Se vieron obligados a madurar deprisa, a aprender a valerse por sí mismos. Todos hemos aprendido a prescindir de quien esperábamos protección y amor, y nos hemos reinventado, en un juego casi divertido en el que ganarle a la vida cada partida, es un logro.
Aún hoy intento enseñar a mi hija mujer que hay hombres maravillosos en los que podrá confiar; aunque sea difícil .Lo ha mamado, lo ha sufrido y no le resulta fácil creer.
A mis hijos varones les he inculcado que la valía de un hombre empieza respetándose a sí mismo y respetando a cualquier ser, incluida una mujer.

En la playa de Zarauz, con el sol de espaldas, les observaba. Corrían, jugaban, se hacían fotos con los móviles, se salpicaban de Cantábrico.
Yo les observaba, relajada, tranquila, sin que sus gritos de alborozo me molestaran. Aún había un poco de tiempo infantil para que gozaran. Las rigideces mal entendidas, ya no empañaban la luz que irradian los críos cuando se sienten felices.
Las palabras fluían entre nosotros, cantábamos sin parar en el coche sin que nos mandaran a callar, nos reíamos sin prejuicios, sin ataduras, sin miedo.
Tardes como aquella de Euskadi, merecían todo la pena.
Ya no había pasillo, ni perseguidor, ni perseguidos. Sólo había naturalidad, amor, tolerancia, respeto, y muchas, muchas ganas de vivir.
Los años han ido transcurriendo, con todas las dificultades y las vicisitudes que hay también a este lado de la barrera. Tres niños convertidos a adolescentes, llenos de vitalidad, de hormonas, de energía, pero también de recuerdos, de carencias, de preguntas, de incógnitas.
Dudas que no se atreven a exponer, y que debo intuir, e intentar contestar. A veces se me hace muy cuesta arriba explicar. No siempre sé si quieren saber, ni siquiera escuchar.
En todo este tiempo, los ataques no han cesado. Pero ha cesado mi aceptación. He rectificado, he aprendido a desear que me hagan bien, a alejarme del yugo. Me he enseñado a mí misma que no hay amor que merezca el sufrimiento. Quien te haga sufrir, no te puede amar, pero ante todo, no es posible amar a quien te haga sufrir. Son dos caras de la misma moneda, acuñada tristemente muchas veces en el metal de los hijos. Un metal que se aja, se araña y pierde su lustre, sin que queramos, sin que nos demos cuenta.
Nos hemos hecho fuertes, los cuatro, y ahora empieza la difícil tarea de ayudarlos a volar, poco a poco, de uno en uno; sintiéndome plena en cada consecución de independencia.

Siempre he creído que en cada bebé hay un pequeñito ser, dueño de sí mismo, y que el hecho de parirles no nos da sobre ellos más que deberes, deber de amar, de cuidar, de proteger, de guiar, de empujar, de animar, y finalmente, el deber más noble, el de dejarles partir.

¿Las noches? Las noches me han acompañado, a veces dulcemente, a veces tempestuosas, pero siempre desde el éxodo, con la convicción de que había hecho lo difícil, y lo correcto.
A veces estoy más gorda, a veces más flaca, a veces más cansada, a veces más dicharachera, pero me miro al espejo con orgullo, con dignidad, sabedora del coraje que tuve y que tengo. Sin poder hacer dispendios, pero saboreando cada momento único e irreproducible. Una cena con amigos, uno o doscientos libros, una casita rural con los niños, un partido en el bar de siempre con mis chicos.

Gozando cada día de no tener los ojos hinchados de llorar, la sonrisa forzada de complacer, rodeada de los que me quieren porque sí, como soy, sin ocultarme, sin pedir perdón por nada cada día, sin la sensación asfixiante de que me condonan la vida una vez más.
Este tiempo también ha venido cargado de vivencias nuevas, reconfortantes.
Ocho amigos del alma de los que son especie en vía de extinción, fueron el primer regalo que me hizo mi nueva vida. Una familia elegida, escogida, las patas de mi silla. Son mi consuelo, mí apoyo, mí parapeto .Y yo los riego, para que no se me sequen.
¿Hombres? Que no amores. Alguno. Compañeros de viaje, que me han mostrado un mundo nuevo, de respeto, de placer compartido, que me han regalado momentos sublimes, que no había conocido en la simetría de mi pasillo. Experiencia nítidas, dulces, suaves, pero que no han llegado a más. Quizá por miedo, por egoísmo, por precaución.
Quizá, cuando los niños crezcan…



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