LOS OJOS DE LA KOUTOUBIA
Participante del Concurso de Cuentos Gabriel Miró 2010
Azafrán, curry, jengibre, pimientas, mostazas, tenderetes, toldos,
gentes, carros, olores, pasteles, kilims, cuero, acero, carbón, madera, menta,
paisanos, dátiles, naranjas. —Salam Aleikum.
--Hola, amico, ¿Ispania?, ¿Rial Maddrit?
Una y otra vez, una y otra vez. Presentía que me iba a gustar, soy una
persona con una capacidad de percepción algo exacerbada y me había prometido
regalarme un viaje a algún país musulmán para mi cuarenta cumpleaños. Pero me
estaba enloqueciendo de placer. Tenía todos los sentidos en alerta máxima.
--¡Cuidado, Señorita!--, me espetó el guía marroquí, con los ojos
desencajados del susto, tras sus delicadas gafas de corte occidental, secándose
las gotitas de sudor de la frente con un pañuelo de algodón, de ésos que nos
regalábamos para Reyes cuando los de papel eran aún cosa de ricos; antes del
estado de bienestar.
--Casi la embiste esa moto. Aquí es costumbre, ¿sabe? y nosotros andamos
por el zoco esquivándolas. Me sonrío con cierto aire de suficiencia el
sarraceno.
--Gracias Youssef, es que no la vi.-- Y si la hubiera visto, juro y
prometo que no había sitio físico para haberla sorteado y haber conseguido guarecerme.
Era cierto, aquel tumulto ante el paso de esas viejas y destartaladas bicis
motorizadas, se movía unánimemente, como un banco de lenguaditos rodeando a un
buceador.
Entonces, empecé a observar, como ellos deambulaban, casi se deslizaban
en un acto reflejo, sin estridencias, por aquellos exiguos pasadizos del
mercado coexistiendo con las mesas llenas de especias, las jarapas expuestas,
sus propias chilabas, arrastrando casi, si no fuera por el repliegue gracioso y
mágico de las babuchas que mantenían las telas a rajatabla para no tropezar.
Acabábamos de aterrizar, y sin siquiera dejarnos poner pie en el hotel, nos
dieron el primer paseo guiado por el Zoco de Marrakech, como cortejo de
bienvenida a nuestras surtidas carteras de euros, que tanto bien le hacían a la
economía local.
Una botica-herbolario, nos sirvió de referencia, y allí nos dieron una
charla sobre las bondades y los usos que los marroquíes les daban a la alheña,
el ghasul, el khol, el almizcle, y nos asesoraron sobre la utilidad que
podíamos otorgarles en nuestras casas occidentales. Era algo así como una
reunión de amas de casa, donde te intentan clavar, las mil y una formas de
tarteritas plásticas. Pero no estábamos en Madrid, aquello era distinto y
rezumaba artesanía y necesidad por todos lados.
Cuando el simpatiquísimo
boticario, con bata blanca y una sonrisa etérea que se abría a mis ojos con un
diente de oro brillante y pulido, nos despidió con una invitación a que regresáramos
en otra ocasión, ya toda la comitiva, llevaba la susodicha bolsita cargada de
jabones aromáticos, y tés súper adelgazantes.
Salimos andando hacia la Plaza Jemaâ-El-Fna, que al menos a mí, me
llamaba a gritos. Pero contándonos como a niños de guardería y sin dejarnos
detener, nos aglomeraron en el acondicionado bus, que nos llevaría a los
distintos alojamientos, distribuyéndonos por orden de estrellas, de mayor a
menor.
En menos de dos minutos de recorrido, descendí hacia la puerta de mi
hotel, un poco… ¿asustada? Mujer, sola, Marruecos. Muy precavidita yo, me había
agenciado un velo en alguna tienda de esas para aventureros aventajados, para
llevar mi rubia testa a resguardo, como imprimían las costumbres.
Se suponía que me iba a pasar cuatro días en uno de los hoteles más
lujosos de Marrakech, pero las puertas que flanqueaban unos muros lisos, albaricoques
e inexpugnables, parecían los portalones de una cuadra. Estaba empezando ya a
buscar el teléfono de emergencias de mi Tour operador, cuando un caballero
árabe me abrió la puerta, mientras yo…abría la boca.
No era lujo lo que veía, era belleza, arte, armonía. Paños, brocados,
sedas sin costuras, colgaban enmarcando las estancias, que rodeaban un patio
maravilloso.
—Los árabes vivimos de puertas para adentro, madame--, me dijo sin que yo
le hubiere preguntado, el hombre que me había franqueado la puerta y que
ejercía de portero a la vez que de botones. Seguramente me intuyó.
La cama de mi habitación, me esperaba cubierta de rojos pétalos de rosa,
que acompañarían mi estancia cada día.
Tiré todos mis trastos al suelo, cogí mi petatillo aprovisionado provisto
de la consabida guía turística y sólo preparé mis pies con unas chanclas bien
cómodas para caminar y caminar y caminar, hurgando la medina.
En cuanto pisé la calle, un remolino de chiquillos me asaltó pidiéndome
dinero, rogándome.
El adalid de la panda infantil, no contaba más de quince años y me seguía
a unos palmos, con su única pierna y una muleta revenida a modo de extremidad. Otros
más pequeños, viendo que yo no hacía caso, le adelantaban por la izquierda, y
trababan mi camino suplicándome, mientras el cojito corría, para en una suerte
de equilibrio, darles un muletazo; y chillándoles no sé que improperios, les
mandaba al final de la fila.
En un instante, otro pequeño que llamaba mi atención, no sólo fue
reprendido por el mayor, sino que recibió de él un puñetazo que me heló el
corazón. Y olvidándome de dónde estaba, me planté delante de él, y sin pensar
en lo que hacía, le grité: -- ¡No vuelvas a tocar a ese pequeño, vete de aquí
ahora mismo! ¡No pienso darte nada! ¡Largo!
El chiquitín, me miraba fascinado y algo sobrecogido. Cogí dos euros de
mi riñonera y se los extendí.
—Gracias, madame.
--¿Cómo te llamas?
--Khalid. ¿Tú eres de Ispania? A mí me gusta el Rial Maddrit, Zinedine es
muy bueno.
Hablaba castellano muy bien .Y al igual que muchos marroquíes intentaba
dar al turista muestras de cercanía y conocimiento de nuestro país a través del
fútbol.
-- ¿Cómo te llamas Siniora?—
--Leticia. Encantada de conocerte Khalid.
Según transcurría nuestra improvisada conversación, la legión de pequeñajos
nos seguía, revoloteando, sin perder detalle. Me volví, ya que sentía una presencia
multitudinaria a mi alrededor, y como a cien metros vi al chaval lisiado
apoyado en una pared, observándonos con acritud. ¡Qué mal me sentí! Él también
era un niño. No había querido hacer lo que hice, simplemente, me soliviantó.
--Khalid, ¿todos estos son hermanos tuyos?
--No siniora, mis hermanos son Amira, Fátima, Amir y Asad. Los otros son
primos—mientras me señalaba uno a uno a sus parientes orgullosamente.
En aquel momento un resplandor rojizo, me hizo mirar hacia arriba y adelante,
y un sonido entre sobrenatural y agorero me turbó. Me detuve ante una imagen
sobrecogedora e imponente donde un minarete recortaba un sol naranja y sólido,
simulando un lienzo donde los miles de fieles completaban las pinceladas impresionistas
sobre aquel óleo viviente.
--Es el muecín de la Koutoubia, siniora. Es nuestra mezquita, la de los
libreros. Llama al magrib.
--Es muy hermosa Khalid. ¿Qué es el magrib?
--El rezo del ocaso.
Como se abría ante mí la plaza más viva que jamás había visto en las
ciudades que he conocido, me costó recobrar la compostura, y según me dejaba de
estremecer volviendo extasiada a la realidad, no pude evitar ver centenares de
pequeños puestos de comida, donde lugareños y turistas se mezclaban comiendo
platos típicos, entre olores y sabores que invadían los sentidos.
--Khalid, ¿te gustaría que tus hermanos, tus primos y yo cenáramos juntos
esta noche?
--Sí, si siniora. Ellos tienen mucha hambre.
Casi sin prestarme más atención, les chillaba emocionado, seguramente la
invitación que acababa de recibir, a los demás afectados, que engordaron de
júbilo repentinamente, al escucharle.
--¿Sabes la hora, Khalid?
--Sí. Son las siete, el magrib, ¿recuerda?
--¡Oh!, sí, lo olvidaba. Pues, ¿ves ese puesto? Esta noche a las nueve os
espero para cenar. Salam Aleikum.
--Aleikum Salam.
Pasé dos horas inolvidables adentrándome en la intimidad social de los
marraquechíes.
Disfruté de los contadores de historias, aunque manteniendo cierta
distancia de seguridad, pues no miraban bien a las mujeres que se acercaban;
toqué serpientes que me sirvieron de bufanda durante la foto de rigor, me sentí
como una novia árabe preparándome para esponsales mientras una muchacha de ojos
infinitamente negros pintaba mi mano con henna, hice todo lo que pude en un
pequeño espacio de tiempo, me apetecía tanto embeberme de ellos…
Oscurecía el cielo, pero las fogatas de Jemaâ-El-Fna, encendían la noche
y los ánimos.
Entre tanto, aproveché para intentar comprar una chilaba que había visto
en la primera incursión a la botica, de pasada. Pero como buena mujer que soy,
mí sentido de la orientación sucumbió rápidamente por los entresijos del zoco.
Y claro, había tanto que ver…Un comerciante descubrió mi ambiciosa mirada hacia
una tetera de cobre y hueso que me resultaba una joyita. Mientras la observaba,
ya la estaba elucubrando en una mesita de mi salón madrileño. Y allí empezó el
juego erótico del vendedor, que me ofreció según él, el mejor precio posible
por la reliquia.
Me invitó a su trastienda, con el ánimo de regatear cómodamente. No me
pude resistir…
Saqué un papel de mi bolsito y con un lapicero que él portaba
inquebrantable sobre la oreja, esperé que escribiera su oferta, y en un sinfín
de idas y venidas de papelito, conseguí el setenta y cinco por cierto de rebaja
sobre el precio inicial, que obviamente era mucho más de lo que hubiera
obtenido el mercader de habérselo vendido a un local.
Entre risas, y un exquisito té de menta que preparó para el rito del
regateo, el hombre me dijo:-- Madame, tú, berebere. Los bereberes tienen fama
de agarrados, cicateros y buenos regateadores. Para él y para mí, aquel ratito
fue una fiesta. Él feliz con la venta y yo con mi tetera.
Miré el reloj, y sólo faltaban diez para las nueve. Tenía que conseguir
encontrar la salida hacia la Plaza, y deprisa. Como me resultaba tarea
imposible, cada callejuela me parecía igual a la otra, tuve que pedir ayuda, y
un amable morito me indicó el camino. Estaba a tan sólo 30 metros del meollo, y
yo sin enterarme.
--Necesito un GPS--, me dije,--un día de estos no me voy a encontrar ni a
mí misma.
Y me encaminé ligerito, al chiringo donde había quedado con los mocitos.
Amira apareció por detrás de mí, y me tiró de la manga, dándome un buen
susto.
--Ven siniora, ven.
El enjambre de chicuelos me esperaba a pie de mesa.
Cogí un sitio en una tabla larga, comunal, como las de las ferias de los
pueblos de España, ésas donde venden pollo asado y pinchos morunos para más
INRI, e hice seña a los niños para que me imitaran.
El camarero, corrió a espantar a mis pequeños amigos, como protegiéndome
de las moscas, y tuve que explicarle que ellos también cenarían conmigo.
Sólo Khalid podía comunicarse fluidamente conmigo, ya que los demás no
hablaban español, si acaso chapurreaban alguna palabreja suelta. Con lo cual,
hacía las veces de traductor.
En vista de los efímeros cuerpos que tenían todos, comencé a pedir como
una posesa tajim de pollo y de cordero, cuscús con verduras, zumos de naranjas
naturales para todos, calculando mentalmente qué cantidad de hidratos,
proteínas, y vitaminas podría reportarles el cenorrio, y anhelando que esa
noche se fueran a dormir con la barriguita caliente.
--Niños, ¿queréis algo más?
Amir, que a fuerza de alternar con turistas me había entendido, dijo:
--Patatas fritas, por favor.
Asad y Fátima y sus primos, gritaron a la vez: -- ¡Coke!
Se me cayó el alma a los pies.
-- Por favor, 3 raciones de patatas fritas y Coca Cola para todos.
Los ojos de Khalid, me miraron con una gratitud infinita, como si tuviera
ochenta años de sabiduría sobre su frágil cuerpecito, que aunque contaba once
años, no aparentaba más de siete. Lo descubrí sin preguntárselo, porque como
soy dentista, su franca sonrisa, le delató a mis ojos.
Intenté tragarme el sapo que se me había anclado en la garganta, y
compartir aquella noche al menos con los querubines. Sabía que no solucionaría nada, sabía que
seguirían mendigando, descalzos, desnutridos, sin ir a una escuela, sin unos
padres que se preocupasen de adónde estaban casi a las diez de la noche. Pero
no me importó. No tuve sensación de mala conciencia de primer mundo. No pensé
que podía arreglar el planeta con un poco de comida. Sólo sentí que aquella
sería una noche especial para todos los que estábamos ahí, y que en sus mentes
y sus corazones, un trocito de esperanza no les vendría nada mal.
Estuvimos casi dos horas, comiendo, riéndonos de las gracias que hacían.
Khalid me confesó que hablaba y entendía bastante dignamente el español, el
italiano, el francés, algo de alemán y por supuesto el árabe, adornado de su
exótico acento Tamazight.
Khalid, era un niño viejo.
--Khalid, cuéntame, ¿qué te gustaría ser de mayor?
--Futbolista, madame. Como Zidane. Pero antes tengo pensado irme en una
patera a España, así podré ser rico y cuidar de mis hermanos. Lo decía sin
amargura. Al contrario, con convicción y serenidad, teniendo la certeza de que
algo tan bien calculado no podía salir mal.
El cuscús se me atragantaba por momentos. En aquel instante largo intuí
que el niño lisiado no podía andar lejos.
Miré al morito dulce y dije:--Vete
a por Hicham, dile que aquí hay tajim para todos.
Antes de que terminara la frase, se levantó, pegó un silbido agudo y
movió su bracito desesperadamente, y Hicham apareció desde detrás de un carro
de naranjas, con una sonrisa que no le cabía en la cara. Se unió a nosotros, y
también comió patatas fritas. —Gracias madame, son como patatas de MC Donald.
En ese momento, no pude más que pensar en mis hijos, llenos de todo, de amor,
sí, pero también de todo.
El camarero, me obsequió con una bandeja de los increíbles y sublimes
dulces marroquíes y té para todos. Aún pasados años no puedo olvidar que se
acercó a mi oído y me susurró:--Gracias.
Pasé tres días más en Marrakech, cenando siempre en compañía de mis chicos,
riendo con sus anécdotas y conociendo sus vidas.
El cuarto día, cuando el autobús me recogió en el hotel para llevarme al
aeropuerto, estaban todos allí, esperándome, pero de lejos. Diciéndome adiós
pero sin despedirnos, respetando mi intimidad y haciendo gala de su dignidad. Y
eso sí, sonriendo. Siempre sonriendo.
Cuando el autobús partió, todos corrieron detrás, incluso Hicham y su
muleta, y me saludaron con sus manitas zarandeadas. Yo hice lo mismo, pero
rápidamente, me senté y me enfundé en mis negras gafas. Lloraba de rabia, de
impotencia, de occidentalidad, de vergüenza.
Pasaron varios años, y mis viajes tomaron otros derroteros, otros rumbos.
Me mudé a una casita adosada con un jardín iluminado por los faroles que
me había traído de Marrakech, cuyos dibujos caprichosos hacían que las velas en
verano me recordaran indefectiblemente las fogatas de la plaza.
Una mañana, sonó el timbre de casa, y Daisy, la chica paraguaya que me
ayudaba en las labores del hogar, me gritó desde la puerta:--Señora, venga, un
señor quiere ofrecerle no sé qué de jardinería.
Me puse corre que te corre un chándal, ya que me habían pillado saliendo
de la ducha, y bajé a trompicones las escaleras.
Me acerqué a la puerta, que estaba entreabierta y vi una furgoneta con la
inscripción: “Jardinería Khalid”.
Me asomé, y de la puerta del conductor, se bajó un muchacho de rasgos árabes,
fuerte, guapo, y…sonriente, siempre sonriente.
—Hola, siniora Leticia. Ya estoy aquí. ¿Quieres que cuide tu jardín?
--Claro que quiero Khalid. Pasa, hemos de regatear el precio. Nos
abrazamos un momento.
Era él.
Lloré emocionada ante los ojos de Khalid que eran los ojos de la
Koutoubia.
El muecín, enmudeció.
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